El pasado 9 de noviembre participé en la cuarta edición de la carrera “Tenorio Run 10K”, una cita que se ha convertido, más que en una competencia, en un encuentro conmigo mismo. Cada kilómetro, cada paso, cada segundo recorrido en esa ruta es un diálogo íntimo entre la mente y el cuerpo, una conversación silenciosa donde se ponen a prueba la constancia, la voluntad y la fortaleza en uno mismo.
Correr, en su esencia más pura, es una expresión de la libertad y resiliencia. Es sentir el aire que corta la piel y el pulso que se acelera con cada zancada; es librar una batalla silenciosa contra el cansancio que susurra rendición, mientras el corazón se obstinada para responder con coraje. En esa lucha interior está la verdadera conquista: no es vencer al tiempo, sino a las dudas que habitan dentro.
Esta vez, la carrera tuvo un matiz distinto. Por primera vez en mucho tiempo no me acompañó una lesión, y ese solo hecho ya fue una victoria. No corro para vencer el reloj ni los minutos, sino para reafirmar que la disciplina, la constancia y el respeto por la templanza del cuerpo dan su fruto cuando la mente se aquieta y el alma se entrega. El mejor “PR – Personal Récord” no está en el cronómetro, ni marcas, sino en la superación interior, en la batalla con uno mismo
Hoy, comprendí que correr es un acto de amor. En la medida en que pueda adecuar mi vida con esta pasión que me embarga. Esta carrera la dedico a mis hijas, quienes, sin saberlo aún, se convierten cada día en mi motivo especial y en mi destino final. Ellas representan que Dios está con nosotros (Ema) y definitivamente que Dios ha contestado (Eliette); son la fuerza silenciosa que me impulsa cuando las piernas desisten y la respiración se hace corta. No son una motivación pasajera, sino la razón profunda de una superación permanente, envuelta en el sentimiento más puro y acrisolado: el amor.
Vivir el presente, disfrutar el ahora, es hoy por hoy el mayor aprendizaje que deja una carrera en un símil con la vida misma. Cada paso es irrepetible, como cada día que la vida nos concede. El mañana es solo una promesa incierta, que tal vez no llegue; el hoy, en cambio, es la certeza del camino que se siente y se pisa fuerte, en la oportunidad de cristalizar la serenidad, la alegría y la empatía con quienes nos rodean.
Y fue precisamente al cruzar la meta, tomados de la mano, cuando ratifico el verdadero sentido de la completitud excelsa. Sentí la emoción más honda, esa que no se explica con palabras, sino con la mirada limpia de mis hijas y su risa inocente y tierna que lo ilumina todo. Fue felicidad y gratitud; fue la confirmación de que correr no solo me enseña a ser más fuerte, sino también a sentirme más humano, más presente, más consciente de la dicha de verlas crecer y aprender de ellas cada día.
Corro porque en ese acto sencillo descubro la grandeza de la vida en la posibilidad de desbastar y pulir mi piedra todos los días. Corro porque el amor me impulsa hacia adelante y me recuerda que la alegría más pura es dar amor y paz desde lo que uno tiene para ofrecer.
Y corro —sobre todo— porque hay un amor que habita en lo más profundo de mi ser, un sentimiento que cada día tatúa mi alma como el chocolate que da sabor a mi vida, dulce y eterno, sereno y real. Corro porque amar te da alas, aunque corras sobre la tierra, porque en nosotros está la fuerza, y porque cada paso, cada respiro y cada meta alcanzada son un suspiro de amor que a ti —solo a ti— regresa.
Vive, corre, vuela.
Por:
Por Pedro D. Dávila J.
