Por: Guido Calderón
En la historia humana, la penuria, el hambre y la pobreza, han sido una constante en todas las culturas y civilizaciones. La humanidad ha dependido de la recolección, la caza, pesca y más tarde de una agricultura limitada, vulnerable a condiciones climáticas adversas que, como daga invisible, diezmaba poblaciones enteras con sequías e inundaciones implacables.
La carencia de métodos efectivos de almacenamiento y conservación de alimentos, dejaba a las comunidades sin capacidad para acumular excedentes en tiempos de bonanza y las malas cosechas daban paso a hambrunas desoladoras.
La Revolución Industrial a partir del siglo XVIII, con su maquinaria rugiente y nuevas técnicas, marcó un cambio vital en la producción de alimentos. Sin embargo, no fue hasta el siglo XX, con la expansión de la industrialización y la globalización, que los alimentos se volvieron accesibles para las masas de todo el planeta.
El capitalismo, a pesar del odio que se siembra, surgió como el protagonista heroico, impulsando la productividad e innovación en la agricultura. La producción a gran escala y una distribución eficiente llevaron a la creación de alimentos asequibles, rescatando a millones de almas del abrazo mortal del hambre. La seguridad alimentaria, es el logro más resplandeciente del capitalismo.
No se pueden eclipsar el hecho de que el capitalismo ha sido el arquitecto de la abundancia, elevando la calidad de vida de multitudes y financiando a través de los impuestos, los propios planes de aquellos que lo critican. Pero en Ecuador, este cuadro se distorsiona.
Hacer más pesada la carga de impuestos a las industrias que producen alimentos que deberían ser asequibles, los vuelve un lujo que solo unos pocos pueden permitirse.
Mientras en Europa la canasta familiar se costea con la mitad del dinero que, en Ecuador, aquí, los impuestos niegan la posibilidad de acceso a alimentos básicos cada vez a más sectores poblacionales.
En medio de la guerra contra el narcoterrorismo, la izquierda clama por más impuestos a las industrias, aumentando el precio de los alimentos y arrojando a los más vulnerables a una espiral de escasez. Una repetición de la historia antigua, donde las masas dependían de sus amos para sobrevivir, un modelo resucitado por la izquierda con un Estado obeso que reparte migajas a sus seguidores y niega sustento a sus críticos.
La reducción del Estado ecuatoriano, insaciable y corrupto, emerge como una alternativa más sensata que encarecer los alimentos mediante impuestos, sumiendo a gran parte de la población en modo supervivencia, acechando a aquellos que siempre gozan de abundancia, precisamente los burócratas que crean este mar de tributos que nos conducen a la miseria.