Por: Por: Paulo César Gaibor
Vivimos tiempos donde la política se ha convertido, cada vez más, en un ejercicio de escenografía. En lugar de enfrentar los problemas de fondo que aquejan a nuestras sociedades —violencia, desigualdad, degradación ambiental, guerras, pobreza—, los líderes de hoy prefieren ofrecernos símbolos, gestos grandilocuentes y batallas culturales vacías, que alimentan el ciclo incesante de titulares y redes sociales.
No puedo dejar de pensar en el viejo relato bíblico del becerro de oro. Mientras Moisés buscaba en lo alto del Sinaí un código moral y legal para un pueblo recién liberado, abajo el pueblo, impaciente, se entregaba a la adoración de un ídolo fabricado con sus propias joyas. Querían algo visible, inmediato, tranquilizador. ¿No estamos haciendo hoy lo mismo en la política?
En un mundo cruzado por conflictos profundos —Ucrania, Gaza, Sudán, las periferias olvidadas del planeta—, hay quien prefiere celebrar la prohibición del ingreso de personas trans al ejército, como si ese gesto fuera a detener una sola bomba, a salvar una sola vida. Las comunidades se alegran cuando la Iglesia reitera su concepción tradicional del matrimonio, pero guarda silencio ante la violencia doméstica que se perpetra en miles de hogares creyentes. Gobiernos se llenan de aplausos al prohibir el lenguaje inclusivo, mientras sus sistemas educativos colapsan, sin inversión, sin equidad, sin calidad.
Estos son los falsos ídolos de la política moderna: temas que se inflan hasta ocupar toda la conversación pública, pero que desvían nuestra mirada de las reformas estructurales que realmente podrían mejorar la vida de las personas.
Detrás de esta estrategia hay un diseño comunicacional calculado. Se busca aparentar un cambio radical —“vamos a recuperar valores”, “vamos a limpiar el idioma”, “vamos a defender tradiciones”— mientras en lo sustancial todo permanece igual: los sistemas económicos injustos, la concentración de poder, la falta de oportunidades, el deterioro ambiental, la precariedad de la vida cotidiana.
Es más fácil generar adhesión emocional en la ciudadanía movilizando guerras culturales que enfrentando los costos y resistencias que supone transformar el sistema de salud, garantizar educación de calidad, enfrentar la violencia de género, reformar la estructura fiscal o pacificar un país dividido.
Estamos, pues, ante una política que ha sustituido el arte de gobernar por el arte de la puesta en escena. No se gobierna con ideas y políticas, sino con símbolos. No se persigue el bienestar colectivo, sino el refuerzo de identidades tribales. No se convoca al pensamiento crítico, sino a la adhesión visceral.
Como ciudadanos, tenemos la responsabilidad de no caer en esta trampa. De exigir debates serios sobre los temas que importan. De no contentarnos con becerros de oro de ocasión. De recordar que el verdadero liderazgo no consiste en fabricar ídolos que adoramos en medio de la crisis, sino en tener el coraje de mirar la crisis de frente y proponer caminos hacia su superación.
Porque mientras la política se entretiene en sus rituales vacíos, la realidad no espera. Las brechas se agrandan. La violencia escala. Las oportunidades se reducen. Y el pueblo, al igual que en el antiguo relato, corre el riesgo de perderse en la adoración de espejismos, mientras el verdadero desafío de construir un futuro digno queda, una vez más, postergado.